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Escritor Argentino

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Notas de Joe Turner

Carrozas de fuego

Hace un par de semanas, tuve la sorpresa de ver por televisión Carrozas de Fuego. Película que había visto una vez en Río de Janeiro y que, por aquellos años, asocié con mi afición de correr y también con los "Siete sonetos medicinales" de Almafuerte, concretamente el primero, con un título adecuado para la película, "Avanti"; por aquello de: "Obsesión casi asnal, para ser fuerte / Nada más necesita la criatura".

Pero esta segunda vez, la película me alumbró otras referencias -valga la reflexión de Heráclito-, la lucha de los competidores y artistas. De un lado está el que sólo tiene su vocación, deseos de ganar y esfuerzo; del otro quien, además, es dotado. En el caso del dotado, me recuerda al antiguo proverbio español "A quien Dios quiere bien, la perra le pare lechones". Esta relación me lleva a otra película, Amadeus, donde siempre mis simpatías estuvieron con Salieri.

Con Carrozas de fuego pasó algo especial; en Brasil las distribuidoras cinematográficas no pensaron exhibirla en el país, para sus criterios el tema no era taquillero. El hecho que el film ganara varios premios Oscar hizo que las distribuidoras cambiaran de opinión. Lo que permanece intacto a mi gusto –ya que no la interpretación- es la banda sonora -hace años compré el CD de Vangelis-, los que acostumbran a correr me comprenden y, al escribir estas líneas, pienso en la novela The Loneliness of the Long-Distance Runner. Y al pensar en ese libro de Alan Sillitoe, se me hace que el protagonista, Colin Smith, el joven internado del reformatorio, que se entrenaba para correr la carrera del Borstal, sentía, junto con sus pensamientos y los latidos de su corazón, retumbar todos los temas de la banda sonora de Carruajes de fuego.

Pero ahora, más allá de toda la historia y personajes del film, rescato tres personajes que me siguen cautivando y me parecen los más "literarios" de la película, porque su título es ya una homenaje al poema Jerusalem de William Blake: "Bring me my Bow of burning gold / Bring me my arrows of desire / Bring me my Spear: O clouds unfold! / Bring me my Chariot of fire!" (Traedme mi arco de oro ardiente / traedme mis flechas de deseo / traedme mi lanza: oh, nubes abríos, / traedme mi carroza de fuego), poema que alude a la Biblia y que alguna vez fue propuesto como himno nacional de Inglaterra. De allí que Chariots of Fire (Carrozas de fuego) sea un título muy a propósito, porque la película nos revela el trasfondo del orgullo del león británico y su raigambre; y para eso le vienen pintiparados los dos personajes donde se da la tensión narrativa, Eric Liddell y Harold Abrahams.

Eric Liddell es el dotado para los deportes, "A quien Dios quiere bien...", excelente rugbier que, además, deviene en el hombre más veloz de Escocia. Eric sufre la tensión entre su vocación de predicador, pues entiende que es voluntad de Dios que sea misionero en China; pero, por otro lado, está dotado para correr y comprende que Dios se complacería en que corriera. De lo contrario no le hubiera dado ese don de la velocidad, por ello resuelve participar en los juegos olímpicos y con esto, aunque sin mencionarlo, alude a San Pablo: "Porque ¿quién es el que te distingue? O ¿qué cosa tienes tú que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿de qué te jactas como si no lo hubieras recibido?" (1 Corintios 4:7). Eric sigue este mandato divino y, previo a su partida a China, como misionero, resuelve participar de las Olimpíadas. Su especialidad, los 100 metros, se debe correr un día domingo, día de guardar, por motivos religiosos Eric decide no participar en la competencia. Está escrito, el Señor desea que Eric gane, y se le propone a cambio correr los 400 metros; pese a que tiene las chances en su contra -y no llevado por la mano de Atenea, como Ulises en los funerales de Patroclo, sino por la mano de Dios-, gana.

El otro personaje, contra el cual según Almafuerte "se rompen las garras de la suerte", es Harold Abrahams, mi segundo personaje favorito en la película. Harold es un estudiante de Cambrige, de familia judía rica. En agudo contraste con Eric, en su condición de judío, Harold es consciente de que no juega con las mejores cartas en el ambiente de gentlemen donde se mueve. Pero, Harold Abrahams es hijo "del pueblo elegido" y redobla sus esfuerzos; un día viaja a Escocia a verlo correr a Liddell y percibe que no será fácil ganarle. Por eso resuelve contratar al mejor entrenador disponible, deja de lado su orgullo y se somete a su disciplina. Las autoridades de la universidad saben de esto y, en una cena íntima, se lo recriminan de una manera muy british, por aquello de que, al contar con un entrenador profesional, está dejando de lado el "fair play" de la competencia entre gentlemen. Abrams -y en esto, como carácter ficcional, tiene mi simpatía, porque abre huevos a martillazos- devuelve los cumplidos con toda soberbia, refuta los argumentos, abandona la cena y sigue sus planes con el entrenador.

El resto de la historia es simple: Liddell, el dotado, deo volente, porque respetó el mandato divino y no corrió un domingo, gana el oro de los 400 metros, aunque no era su especialidad. Abrams, el esfuerzo, el de la "obsesión casi asnal para ser fuerte", gana el oro en los 100 metros. Y colorín colorado.

Pero mi personaje favorito de la película, el viejo Vizcacha de esta historia, es Sam Mussabini, hijo de sirios, turcos y australianos, el entrenador profesional que elije Harold Abrams. Pese al pedido de Harold, la primera reacción de Sam es no aceptar ser su entrenador; argumenta que primero lo verá correr varias veces de incógnito y si decide aceptar, lo notificará; él es quien elije a sus pupilos. Finalmente le comunica que no sólo lo entrenará sino que le dará la confianza necesaria para ganar -en la escena donde le informa esta decisión a Harold y, para remarcar su autoridad y condiciones, lo abofetea, es de antología-. Además, con su linaje jugando en contra en una sociedad de gentlemen, Sam Mussabini es un outsider, un meteco -y este párrafo habría que leerlo escuchando Le Métèque de George Moustaki-; así, al final de la película, sabiendo que no será bien visto en las tribunas olímpicas, no asiste a ver ganar a su discípulo. Su lección clave, junto con una de las primeras bofetadas, fue no mirar a sus rivales cuando compitiese, solo a la meta, y, para ello: “Piensa sólo en dos cosas: el disparo y la cinta de llegada. Cuando escuches el tiro, sal como un demonio hasta que se rompa la cinta”.

Esta lección es válida para todos aquellos que la Musa no canta por su boca, para los Salieris, para los que, al contrario de Liddell, no han sido dotados por el Señor y saben que la perra no les parirá lechones. Esfuerzo frente al talento, motor para los que solo se pueden refugiar en su tenacidad y "obsesión casi asnal para ser fuertes".